Viajando alrededor del mundo: OTROS PUEBLOS, OTRAS GENTES

Otros pueblos y otras gentes.   
                                           
Rapa Nui o La Isla de Pascua



 

Rapa Nui o Isla de Pascua, de 163,6 km2, se encuentra en medio del Océano Pacífico, a 2.000 km. de distancia de la isla vecina habitada más cercana y, aparte de ello, tan solo agua a  4.000 km. a la redonda. Pertenece a Chile y su lengua oficial es el castellano junto al Rapanui, idioma primitivo de origen polinésico. Además, existe una lengua escrita simbólica que ya nadie puede descifrar, usada ancestralmente, el Rongo Rongo. Con su pérdida, dicen los viejos, se han ido muchos de los conocimientos isleños. Sus habitantes también se llaman a sí mismos rapanuis y son de origen maorí. Se dice que la isla se habitó por primera vez  por grupos de personas que allá por el siglo V d.C. se lanzaron, allende los mares, liderados por su primer ariki (rey o mago), en busca de nuevos territorios, desde las islas de la Polinesia. El rostro, los bailes, la suavidad acompasada, la armonía en el gesto de las gentes es, sin duda, polinésica. Sus movimientos diarios son similares a los que utilizan al actualizar los bailes rapanui:  por una parte, lo agresivo de lo masculino, lo montaraz, que se une, por otra, a una dulzura sensual que vertebra lo femenino del baile. Lo masculino está encarnado en los hombres y lo femenino en las mujeres en la mayoría de los bailes. Asimismo sucede también en la vida diaria.
Las cadenas de moais o inmensas estatuas de piedra erigidas hace siglos por los antiguos de la isla, alzadas en túmulos ceremoniales llamados Ahus, bordean algunas zonas de costa aún hoy en día y son uno de los mayores atractivos del territorio por el misterio que permanece en torno a la civilización que las construyó. El primer hombre occidental del que se tiene constancia que llegó a la isla fue el holandés Jakob Roggeveen. Llegó  un  domingo de resurrección, 5 de abril de 1722, y por eso se la conocerá como la Isla de Pascua. Este aislado enclave fue vilipendiado tanto por holandeses como por franceses y españoles, esclavizado y asediado por las epidemias, por lo que apenas le sirvieron sus grandes vigilantes de rojos gorros pétreos. A pesar de haber sido un pueblo maltratado son gente amable y dulce con el visitante. Hoy, Rapa Nui, es  uno de los  paraísos chilenos. De acceso restringido,  están cerrados los cupos de entrada y ni extranjeros ni  ciudadanos de otras regiones del país pueden ya instalarse aquí.
Sólo hay un pueblo habitado en toda la isla: Hanga Roa. Del resto del paisaje cabe subrayar las  áridas extensiones llanas con algún que otro árbol de las últimas repoblaciones y los tres grandes volcanes.
La orografía de la isla proviene del movimiento de su tierra volcánica, capitaneada por tres envejecidas cumbres que siguen en pie: el Rano Kau, el Terevaka y el Rano Raraku. Estos han  convertido las bocas de su fuego en fértiles lagos donde descansan especies de vegetación acuática, creando el  dibujo verdoso de la serenidad. Rano Raraku, situado en el centro de la isla, muestra en sus laderas una gran cuna de inmensidades de piedra, es el hospital de nacimiento de los gigantes de los Ahus o túmulos funerarios, es el gran semillero de moais de la isla. Aquí se formaban las siluetas partiendo de la piedra de la montaña y en un proceso lento se les dotaba de cara, siempre la misma. Para transportarlos hasta  la costa debían  cortar cientos de troncos de árboles. Con estos troncos, se formaban senderos rodantes para colocar a los moais en los Ahus  al lado del mar, de espaldas a él. Estas inmensas esculturas idénticas cada una al resto, excepto por su tamaño  que varía de entre 4 a 8 metros de media hasta los 14 que mide la más alta, parecen haber sido la obsesión de arikis que tenían miedo a morir sin dejar su imagen en la tierra, o la locura de castas de escultores, o el entretenimiento competitivo de distintas tribus que pugnaban por el dominio de la isla.
Las gentes hablan del  Mana, sinónimo de la fuerza o  la energía de los ancestros. En él creen las madres y buscan ese don  en sus  hijos para ayudarles a ser lo que son, creían también en él  los guerreros  y al encontrarlo en su interior obtenían fortaleza y poder, y todas las mujeres rapanui  lo hallan justo en su ombligo, danzando en torno al origen de su cuerpo. Dicen que  con los moais los antiguos pretendían mantener con aliento, tras la muerte, el mana de los aritis, creando "recuerdos vivos" de  estos reyes o magos cuando fallecían.


Arreciaba el viento y la lluvia que rompía el cielo agitaba nuestra llegada a Hanga Roa. Se nos mostró el poder del mar, ocultándonos  en este primer  contacto al ejército de hombres gigantes que formaban un vigilante cordón en la costa y que, al pasar de los días, se convertirían en los verdaderos habitantes silenciosos de Rapa Nui para mí. Esos gigantes que no se movían, impasibles, esos antiguos hombres de piedra, perennes, inexpresivos, de espaldas a la línea del mar, son la población inalterable de la Isla de Pascua, su historia y su leyenda, su ciencia y su intuición, los guardianes de sus misterios y los ciudadanos de sus Ahus sagrados.
Después de escuchar las historias de los habitantes, las palabras al vuelo que conseguía entender de los guías locales, las divagaciones de nuestro casero, los cuentos de los libros turísticos que revelaban entre dudas todo aquello que no era lo esencial, decidí quedarme mirando directamente a los moais (moai significa “¿qué será?”,  “para que no falte” o “para que sea” dependiendo de quién lo traduzca) y preguntarles a ellos. Enfrente del  Ahu Tongariki, el más grande la isla, frente a sus once moais en fila, al amanecer, presente el océano despejado tras ellos, los fui mirando de uno en uno, a la búsqueda de la ansiada respuesta. Intenté meditar al estilo del desierto de Atacama, dejar mi mente en silencio para oír respuestas cual budista, mas aparte de una paz de espíritu deliciosa no conseguí aprehender sino la voz que durante todos aquellos meses había estado caminando junto a mí, la voz de mi marido, Juan José Juliá de Agar, que me iba contando….
"Hubo una vez un rey en Rapa Nui, poderoso y querido, llamado Pachu Loyo. Su pueblo vivía feliz y tranquilo en esta isla donde no les faltaba de nada. Había comida y agua suficiente y el clima era amable. Tan solo había una cosa que les incomodaba, incluso al rey: todos eran muy pequeños o, al menos, eso era lo que creían, pues hacía ya unos setecientos años que nadie visitaba la isla y no tenían forma de comparar su tamaño con otros. Aun así todos tenían un complejo de enanos que rayaba lo enfermizo.
Un día el rey fue a visitar a su chamán y amigo Tolosu Enho y éste le dijo: " In vaso resvan ave nir por ela gua. Cui da do" que en nuestro idioma significa: "Vendrán por el mar a invadir tu isla, tienes que hacer algo".
Pachu se alarmó y con razón y reunió a su pueblo : "Que ridopu eblo. De bemos de fender Nos. So mostan E Nanos... Ha gamosmu chosgi gan tesque nosde fien dan." que en nuestro idioma significa : " Enanos ridículos, nos van a invadir inmediatamente, a no ser que engañemos a nuestros enemigos."
De esta forma fue como todo el pueblo de Rapa Nui se puso manos a la obra. Comenzaron a fabricar gigantes de piedra que los protegieran. El rey Pachu Loyo había dicho que todos deberían estar cerca del mar pero no mirando al enemigo para que no se sintiera provocado, sino mirando hacia el interior para que tan solo advirtiera cuán grandes y temibles eran.
Para mover aquellas piedras tan tremendas hacían falta troncos y un inmenso esfuerzo. Así fue  como poco a poco, generación tras generación, dejaron la isla sin árboles, sin sombras y sin energía. La erosión se había triplicado y ya no había maderas para construir. Por lo tanto aquella vida fue convirtiéndose en un infierno. Eso sí, un infierno rodeado de miles de moais que miraban impasibles como se autodestruía el pueblo que los había creado.
La gente comenzó a quejarse de los moais  y a desear que alguien los invadiese hasta que un día por fin, allá por el siglo XVI, un nuevo rey Tolo Tiro ordenó que se tiraran todos los moais de la isla. Así fue como llegaron los primeros visitantes y el resto de la historia ya la conocemos. "

Y, cómo no, en esta tierra mítica una vez que la caprichosa civilización que les he descrito dejó a  algunos de sus moais abandonados a medio hacer en el semillero del volcán Ranu Raraku y a muchos otros rendidos, esparcidos por la costa, transformándolos en  bastiones del pasado, llegó un nuevo ejercicio de poder: la competición del hombre pájaro o tangata manu. Unida a ella nació la fe en Make make, dios creador. Ya la isla estaba unificada y una vez al año, con la llegada de la primavera, siete competidores que se habían estado entrenando durante toda una vida (desde que nacían se sabía si tenían mana para ello) se tiraban desde lo alto de un acantilado al océano, nadaban hasta unos islotes vecinos y esperaban la llegada del pájaro Manutara o gaviotín pascuense. El que conseguía el primer huevo y regresaba a Orongo (el pueblo ceremonial) se convertía en rey por un año. Muchos morían en el intento.
Un último consejo, si van a Rapa Nui, no dejen de visitar su cementerio de colores, en lo alto de un pequeño túmulo de tierra, al lado de Hanga Roa.

Montserrat Gómez Gómez
mon_gom@hotmail.com






Otros pueblos. Otras gentes.     
Los Molles, Valparaíso, Chile.
A medio camino entre La Serena (IV) y Santiago de Chile (VI), en la costa norte chilena, en la región V de Valparaíso, a dos horas en coche desde la capital del país, está la Reserva Natural de Los Molles y el Puquén.
Chile se divide en regiones asociadas cada una a un nombre propio y a un número del I al XV, en orden ascendente de norte a sur con alguna reciente excepción. Dichas regiones transitan desde la aridez de Antofagasta (II) y Atacama (III), en la zona norte, donde algunas primaveras el desierto florece hasta las más sureñas y heterogéneas, entre ellas la Araucanía(IX)o la región de Magallanes y la Antártica chilena (XII), territorios de glaciares, bosques húmedos, grandes lagos y cumbres vertiginosas. La región V, cuando se viaja desde el seco norte del país, resulta amable y ligera; tras cruzar el desierto  de Atacama el viajero  se reencuentra con la vegetación y la vida. 
Llegué a los Molles el 17 de octubre, recién empezada la primavera en el hemisferio sur. Apenas había nadie: ni viajeros extranjeros, debido la ausencia de información en las guías de viaje habituales, ni los santiagueños que aún no estaban disfrutando de su periodo vacacional, ni tampoco la población local, consistente en unas decenas de pescadores, que apenas se dejaba ver. 
En Los Molles hay dos lugares físicos interesantes: el territorio virgen compuesto por la reserva natural, el enclave marino, la Isla Pájaros, La Isla de los Lobos y el Puquén y el pueblo donde un curioso lugar, el “Pirata Suizo”, aún desprende el frescor de lo que no se ha sometido enteramente a las leyes de la homogeneización humana. 
La reserva natural está vallada con sencillez. Son propiedades privadas cedidas para su conservación que se hacen un hueco en medio de las urbanizaciones. Acceder a ella es tan simple como abrir una pequeña puerta al final de una de las calles del pueblo. Comenzar a caminar hacia el mar plomizo, denso, rabioso de espuma blanca, recuerda a la Galicia del norte. En muchos sentidos la capital chilena y su entorno cercano la evocan en mayor medida que otros países sudamericanos: el clima atenuado y lluvioso, el mar bravo y majestuoso, los mariscos con sus nombres de carnaval: piure, picoloco, locos, ostión (gran vieira), machas (almejas), las personas más serias que en los países colindantes, la costa acantilada… Y al lado de los acantilados que dan pie al Pacífico se descubren de las más diversas flores, muchas de ellas adaptadas a la sequedad del vecino desierto. 
En ese momento empieza la apertura al territorio salvaje: la primavera eclosiona a tus pies, se enciende ante tus ojos y de tan sólido aroma como trae, casi se masca. Decenas de plantas con flor, entre ellas los imponentes cactus floridos, adornan la costa dibujando el paisaje silvestre. Muchas de estas especies son endémicas, es decir, sólo crecen en esta zona y otras están en peligro de extinción. Un abanico de color que va desde la Alstroemeria pelegrina  o Mariposita de Los Molles, pequeña flor roja que alfombra el dibujo de las restantes, hasta las espléndidas Puya venusta, comunidades florales violetas en altos ramos, pasando por el sorprendente Quisquito de Los Molles, cactus que ofrece flores de tal tamaño y textura que cualquier ajena a la botánica como yo juraría que alguien las ha ido colocando al despuntar el día para que adornen el paisaje. 
La zona colindante al mar es de gran altura, las rocas oscuras recuerdan la pizarra de nuestras costas y el océano agitado cuenta bravas historias guerreras por entre las rendijas de las orejas de la piedra. Es el Puquén. Orificios en la roca que ha ido erosionando el mar por los que se escapa un rumiado bufido debido a la compresión del agua al impactar contra las cavernas submarinas. Y vecinas al acantilado están las playas y terrazas, donde se observan los distintos estratos de remotas edades geológicas. La costa te va acercando al sonido de los lobos marinos de la Isla que están en pleno período de cría y al silencio de las nutrias en peligro de extinción. Gritan los animales, ruge el mar, amedrenta el viento soplando con energía y las olas imprimen su movimiento peligroso llegando a arrasar la costa en ocasiones, sobrepasando la estatura de una persona.
Cerca de la playa, en la parte originaria del pueblo, un bar: El pirata suizo. Entramos. El viento arrecia y dentro hace calor. Un grupo de hombres y mujeres se apiñan alrededor de una mesa redonda flanqueada por sofás y sillas varias, cerca de la chimenea. Parece el salón de una casa. Un hombre de unos cincuenta largos y barba, teje. Nos invita a compartir la mesa con naturalidad. No para de calcetar lana mientras habla con nosotros y los otros. Comemos muy bien y bebemos navegado, un vino caliente con naranja y azúcar al estilo de los nórdicos europeos. El que calceta es el mismísimo pirata suizo, Giorgio Daldini. A cuartas partes italiano, alemán, francés y suizo  y según sus propias palabras “flojo como un italiano, cabeza cuadrada como un alemán y con el saber vivir de un francés”. Daldini ha ido conquistando diversas nacionalidades, mujeres y hogares a lo largo de su vida: Canadá, Suiza, Marruecos, Camerún y Chile, seis idiomas, dos dialectos y 48 países viajados. Y se dedica a calcetar, hacer pan y dar órdenes en la cocina. A su lado su joven compañera chilena conversa con él tras la retirada de los clientes a los que trata como invitados. Tanta fue su fortuna su primera temporada en Los Molles que deseó devolver algo fundando dos colegios Montessori en Santiago de Chile hace ya 8 años. Acaba de regresar de nuevo al pueblo tras este tiempo en la ciudad. Teje. Tiñe lana. Calceta y calceta mientras charla. Va enlazando cada punto con el siguiente, con cierto excentricismo verbal, pero no vende. Sólo hace trueque. Hay algo de la libertad del mar en su movimiento. 
Nos hace pasar a la gran sala donde tiene sus piezas: chales, ponchos, echarpes, mantas, todo tipo de delicadas prendas de lana hechas por sus manos. Consiguió su coche a cambio de 25 ponchos y 2 echarpes, que le ocuparon ocho meses de trabajo. El día 14 de junio debía entregarlos. El 13 terminó. También trueca por libros raros o por tabaco, quien sale al extranjero se lo trae a cambio de piezas de lana; así mismo consiguió su actual TV y su ordenador. 
La sala grande está cerrada al público. Antes de que la primavera acabe y durante el tiempo de estío se llenará de gentes que vendrán a comer porque conocen a Giorgio o porque, como nosotros, llegarán por casualidad. Él paseará por las mesas atendiendo a los comensales como a invitados de su fiesta y apresurará la comida en la cocina para que no deban esperar: raviolis de locos, ceviche de salmón y delicias semejantes. Por las noches repondrá legendarios conciertos en el telón de fondo: Miles Davis, Eric Clapton, Pink Floyd, y regalará a alguien algo. Porque sí. Como cuando lo hizo con aquella pareja a la que les dio una pepita de oro a cada uno. Lo había comprado con las ganancias del año anterior, suntuosas. Se las dio. Le iba bien. Devolver a la vida lo que es de la vida. La cultura hippie de la que Giorgio se alimentó en su juventud y su convivencia con los beduinos, con los tuaregs y con los indígenas amazónicos le han enseñado otros valores que le han hecho madurar para poder seguir diciendo, sin ser un veinteañero, que sigue queriendo cambiar el mundo.  Y así es su nido, un mundo mejor dentro del nuestro.
En fin, que yo quería un poncho. El pirata no me lo quería regalar así que me  hizo pensar no en su valor económico sino en qué podía ofrecer y qué queríamos tanto él como yo. Tras tiras y aflojas llegamos a un acuerdo: hacer una obrita de teatro en un colegio Montessori a cambio del poncho. Pero esta es ya otra historia.MONTSE GÓMEZ





Otros pueblos y otras gentes.                                                
La isla del Sol, Lago Titicaca, Bolivia
La diversidad del altiplano andino, lo primitivo de la selva amazónica, la visión del desierto de sal más grande del mundo, el mar del lago Titicaca y los restos de las antiguas civilizaciones Tiahuanaco, han hecho que Bolivia se haya descubierto a mis ojos como un paraíso de sorpresas y gentes puras de corazón.
Hay lugares que por su misticismo y la nube de leyendas  que los rodea están presentes en nuestra geografía mental. Eso sucede, sin duda, con el lago Titicaca que, además de en los libros de texto, se encuentra en la mitad occidental de Bolivia. Perú y Bolivia comparten las aguas de este que es el lago más alto del mundo. 
Rodear un mar entre los andes es una de las maneras de acceder al país por tierra, pasando desde Juliaca, desarrapada ciudad del sur peruano, hasta los criaderos de trucha que siembran los primeros Km de Bolivia, suaves colinas,  explanadas doradas de caña totora y altas cumbres nevadas de fondo, ya muy cerca de Copacabana.  El momento exacto  en que mis pies  pisaron por primera vez la tierra boliviana coincidió con las fiestas del pueblo  del paso fronterizo y me obligó a la carrera delante de un novillo que, justo en ese instante, los festejantes soltaron.
Copacabana es un pequeño pueblo en el que convive el ambiente bohemio  con las  peregrinaciones católicas y los jubilosos bautismos de los domingos a los coches nuevos que llegan desde distintos lugares del país. Además de ello y de no tener nada que ver con la playa brasileña que lleva el mismo nombre, está bañado por el Lago Titicaca y eso le dota de infraestructura turística y de  un riachuelo permanente de viajeros  que parten  hasta la Isla del Sol y  la Isla de la Luna 
 Cuentan antiguas voces que aquí se originó el inicio del mundo. Manco Cápac y Mama Ocllo eran el primer hombre y la primera mujer, pero tuvieron la mala suerte de nacer cada uno en una isla: uno en la Isla de la Luna y la otra en la Isla del Sol. Para compensar este infortunio la divinidad le otorgó a  él la virtud de la constancia y a ella la de la esperanza. Él cavó con un pequeño utensilio un túnel bajo el Titicaca para llegar a la isla vecina pero cuando estaba llegando, después de años de constancia, se dio cuenta de que se encontraba a tal profundidad que le sería imposible escalar hasta donde Mamá Ocllo. Entonces, ella, que llevaba esperando y esperanzada toda la vida tejió una soga inmensa y él pudo escalar y tuvieron decenas de hijos que se repartieron por el mundo. Una entretenida y amorosa versión de los roles de género.  La mitología del lago es inmensa, contradictoria y deliciosa de escuchar. La vida de los actuales pobladores parece parte de esa mitología. Se autogobiernan. 
En esta pequeña Isla del Sol que se puede recorrer de norte a sur en una mañana de camino, las famosas ruinas Tiahuanaco apenas captaron mi atención que se desvió hacia la belleza del árido paisaje, los cabos, las playas y el azul del  mar que nos rodeaba.  En el norte de la Isla del Sol es necesario expirar, suspirar a menudo para vaciarte de la mochila que traes de casa. Observar. Dejar que el tiempo pase y la pobreza de las pocas edificaciones, la mezcla de animales y personas en la playa, te acerque a la simpleza, al paraíso.  Los hombres, niñas, mujeres, vacas, burros, gatos, lanchas y pescadores se mezclan en la arena y el agua  y te sobreviene el silencio de no escuchar ni un solo motor.
 Paramos en una venta en lo alto de la montaña tras caminar toda la mañana bajo el sol de la isla  y allí conocimos  a un hombre, de tez morena, gesto claro y sereno, y cierta edad. Nos contó todos sus secretos. Entre ellos estaba la existencia de un templo de oro de la sabiduría situado en medio de la isla donde la verdad sin tiempo ni espacio se mostraba sólo para aquellos que eran lo suficientemente cristalinos. No era nuestro caso que no conseguíamos ver más que su amplia sonrisa. Por último, nos explicó  el sistema de rotación de cultivos de estas comunidades. Habitan en la isla tres pueblos: Challa, Challapampa y Yumani, hay seis áreas de cultivo en cada comunidad y dos parcelas de cultivo por familia en cada área: una en la parte superior y otra cerca del mar. Los cultivos rotan y el consenso comunitario decide qué se plantará en cada área cada año, si maíz, papa, habas o cereales como la oca. Toda la isla se halla escalonada en terrazas para aprovechar el terreno. Estas terrazas datan de la época Tiahuanaco para algunos, para otros fueron Manco Cápac y Mamá Ocllo quienes, tras encontrar aquí la tierra prometida guiados por un cetro de oro, enseñaron a los isleños a aprovechar sus recursos.
En la zona norte de la Isla del Sol puedes ducharte de 10 a 12 cuando hay agua. El resto del día puedes pasarlo navegando, charlando con los pescadores sobre sus sueños de dejarla algún día y perdiendo la vista entre los animales, objetos y personas que se mezclan por doquier.
En la Isla del Sol encuentras refugiados. Una pareja de argentinos bellos y jóvenes que lo abandonaron todo y se fueron a criar allí a sus hijos subsistiendo de la artesanía.
En la Isla del Sol la comunidad de Challas se reúne en el campo de baloncesto para charlar sobre cuestiones comunes. Las mujeres, apiñadas en las escaleras, tejen y musitan entre ellas. Los hombres discuten y participan públicamente en aymará, lengua prehispánica de esta zona andina.
En la Isla del Sol conocí a tres niñas: Claudia, Sandra y Jimena. Paseé con ellas en su barca y me peinaron trenzas. La manera de colocar los enseres en el embarcadero de Claudia, de 11 años, y su gesto al asegurarse de que la dejaba bien sujeta la hizo crecer 14 años en cinco minutos.
El sur de la isla son un cúmulo de restaurantes y hoteles, de reciente creación, con algunas curiosidades: uno de ellos con un jardín botánico espectacular. Pero apenas más que irrealidades. Lo real, lo legendario, está en el norte, entre cuentos. 
MONTSE GÓMEZ


Otros pueblos y otras gentes.                                                

Wiñaypaq, Taray, Pisac, Cusco, Perú.
Taray es una pequeña aldea situada en la comarca de Pisac, dentro del departamento de Cusco, en la región andina de Perú. Toda esta región andina que abarca la parte sudeste de Perú, centro-sudoeste de Bolivia,  punta noroeste de Argentina, baja por Chile y sube por Ecuador, goza de un carácter compartido: la amplitud térmica, la altitud extrema, el colorido de las vestimentas, el pastoreo de llamas, la inocencia primitiva que aún se conserva en el entorno rural  y el culto a la vida, ancestral, donde se agradece a la Pachamama  (Madre Tierra) y al Pachatata (Padre Cielo). Si te pierdes algunos días por las montañas es periódico encontrarte con mujeres cargadas con fardos en la cabeza, subiendo a alturas que rondan los 4000 ms, para salvar las distancias que van desde sus pequeños pueblos a las zonas urbanas; muchas de ellas con sus hijos a la espalda envueltos en  mantas de colores. Esos mismos  niños, desde los 6 o 7 años, pastorean a las llamas y ovejas, encargándose solos de ganados enteros.
Este es el entorno rural de Cusco, ciudad cuyo nombre significa “el ombligo del mundo” y es conocida por las ruinas incas de Machu Picchu. Por el contrario, las regiones más urbanizadas y turísticas  de este departamento han sufrido un avance económico. Han sufrido, entre otras cosas,  la llegada de campesinos que han abandonado su economía de supervivencia, movidos por la esperanza,  para mudarse a chabolas en los arrabales de la ciudad.
Cerca de esta zona alta andina existe un valle en el que se desciende hasta casi los 2000 ms. Es el llamado Valle Sagrado: fértil, de clima benigno, sol casi constante y lluvias abundantes, donde la vida es más fácil y algo menos lenta. Allí, uno de los pueblos más gratos de visitar, por su mercado diario de artesanía, la vida bohemia de algunas de sus cafeterías y restaurantes y la diversidad de personas que han venido a parar en él es Pisac. Dejarse quedar en Pisac unos días es todo un placer.
Al otro lado del río, que obliga a levantar un puente a la entrada del pueblo, vaga  un camino de tierra transitable en “motoconcho” (motocicleta cubierta). Tras 3 Km se llega a Taray. Nunca me he cruzado con ningún turista en Taray. Únicamente, en una ocasión, con dos viajeros.  Taray es una aldea con dos calles a los lados de una plaza donde se yergue una iglesia cristiana. Las calles desembocan en una zona de bosque. Si tomas la calle de la derecha llegarás  hasta un camino de tierra que permite el avance en 4x4 o andando y si sigues ese camino, se alzará la montaña a tu frente (Apu sagrado para los andinos), te rodeará  el bosque y, poco a poco, irás descubriendo cómo unas pequeñas construcciones con techumbre de paja y cuerpo de barro, piedra y madera, redondeadas, hermosas, se fusionan con la naturaleza circundante y ocupan el espacio del paisaje. Es la casa de Alonso,  Walthi y sus cuatro hijos. 
Walthi es una mujer alemana afincada en Cusco desde tiempo atrás, seguidora del sistema educativo Waldorf, y Alonso, un limeño que, tras vivir 15 años con los indios Shipibos en la Amazonía, decidió formar una familia con Walthi, un huerto delicioso, una casa y varias pequeñas construcciones en la parte trasera del terreno. Estas construcciones bordean un patio y  son bordeadas por el rio que serpentea abrazando Taray desde Pisac.  Hay un  molino de agua con el que se abastece de electricidad la casa. Cerca está la laguna Qoricocha. Por las mañanas esas pequeñas construcciones están llenas de niños de 3 a 12 años. Divididos en tres edificios, inician su día a día con una asamblea  en el patio. Es la tercera vez en cinco años que voy a visitarlos. Pero sólo me recuerdan los hijos de Alonso. Vengo a traerles material escolar y dinero. La escuela, llamada Wiñaypaq, se financia con fondos únicamente privados. Es una ilusión hecha materia que he visto cómo crecía durante estos años, acogiendo a cerca de 40 niños y niñas en un precioso entorno donde se cultiva su cultura de origen: tocan instrumentos tradicionales andinos, aprenden a respetar todo tipo de vida, comen productos del huerto y viven en armonía con la naturaleza. Durante los últimos dos años se ha conseguido que los niños y niñas coman y desayunen allí. Esta iniciativa ha ayudado a mantener en la escuela a alumnos y alumnas que si no, estarían trabajando en el campo todo el día y todos los días. Así, combinan sus actividades de ayuda a la familia con la asistencia a clase. Muchos de ellos están escolarizados gratuitamente. En Pisac, sin saber de mi afinidad, algunas madres me contaban que deseaban tener a sus hijos allí, pero que ya no había más plazas. Creían que era la mejor alternativa de la zona. 
Wiñaypaq es una escuela de relaciones: consigo mismos, entre unos y otros, con el entorno, y entre las dos culturas imperantes. Y es la relación lo que recibes: los niños te besan, abrazan, se alegran mucho de tu presencia, de que les bailes una muiñeira, les expliques qué se come en España o qué animales tenemos en nuestro país. Con los alumnos del instituto donde trabajo he recaudado fondos durante estos años  para ellos por dos razones: para ayudar a mantener el proyecto en pie sabiendo que llegarían las aportaciones directamente de mi mano y por ellos mismos, para que conozcan otras maneras de vivir y acceder a la educación. En esta última ocasión hemos grabado y montado un video sobre nuestro centro educativo y su contexto. Los niños y niñas de Wiñaypaq estaban encantados viéndolo. Encantados,  de encantamiento. Cuando me fui, después de unos días, como siempre, llevaba más recibido que dado. 
En Taray, en Wiñaypaq, desde cualquiera de las ventanas de la casa de Alonso y Walthi he podido ver de los cielos estrellados más hermosos de mi vida. Allí, en el valle, el envoltorio de la noche y la calidez de la familia, la sabiduría de Alonso y sus hierbas medicinales, la tierra de Waldi y sus pequeños y adolescentes, pintan un cuento de calma y naturaleza donde el cielo se enciende con sus millones de estrellas. Es inefable un cielo en Taray. Allí inicié mi último viaje que me llevó durante seis meses a muchos otros pueblos, era mi punto de partida, el origen de la apetencia por viajar.  De esos otros pueblos les hablaré durante estos meses.
Al regresar a España, Alonso, como tantas otras veces, se puso en contacto conmigo mediante un correo electrónico. La laguna Qoricocha se había desbordado. Las autoridades no la habían drenado oportunamente.  Arrasó Taray  dejando los edificios destrozados, 7  muertos y decenas de damnificados. La casa de Alonso y Walthi se salvó con grandes daños. Toda la estructura de Wiñaypaq, la escuelita, desapareció. 
 Quieren reconstruirla. Toda colaboración por pequeña que sea será bien recibida. MONTSE GÓMEZ.
Si quieres más información:  http://asociacioneducativawinaypaq.blogspot.com
                                                    http://www.youtube.com/watch?vMw74BwyX5rs